Publicado: 24 de Octubre de 2016 a las 10:14

Modelos de vinculación en pareja en la cultura occidental.


La cultura “regula” nuestra intimidad y establece un referente de unión afectiva, sexual y de crianza, en la cultura occidental la pareja matrimonial es el principal referente de pareja. Se ha actualizado pero responde en esencia a los mismos intereses que provocaron su creación como contrato legal y como sacramento religioso. La tradición judeo cristiana en occidente y la nacional católica en nuestro País, condiciona nuestra herencia en relación a nuestros modelos de vinculación afectiva en pareja. Los modelos de gestión de nuestra intimidad, la sexualidad y las formas de vincularnos no responden a nuestras necesidades personales, sino a las exigencias de intereses políticos y religiosos.


Cuando nos enamoramos y nos emparejamos se ponen en funcionamiento todo un sistema de resortes aprendidos e interiorizados del que no somos del todo conscientes y que en muchas ocasiones condicionan y limitan nuestras relaciones.


El matrimonio no ha existido siempre, ni siquiera ha sido siempre como ahora lo entendemos. Abordemos los principales mitos sobre el matrimonio y sobre nuestros referentes de pareja.


En el concepto de matrimonio va implícito el amor, la pareja, la sexualidad y la crianza, aunque estos aspectos no siempre han ido unidos, ni mucho menos han sido monopolio de esta institución. En su origen el matrimonio era contrato legal, propio de una clase social con poder y patrimonio, era “una institución que atiende a la perpetuación y mantenimiento de unos bienes en el seno de un grupo familiar y que se diferencia de otro tipo de uniones regidas por el amor o por los encuentros sexuales” (Luis Carbajal 2012). Es un contrato de tipo patrimonial. Sólo a partir del siglo XII empezó a a tomar forma la idea de que el “amor y el matrimonio” podían ir juntos, y en el siglo XVIII se empezó a pensar que el enamoramiento podía ser una razón para el matrimonio (Coontz 2006). Es en nuestra historia reciente, con la entrada del siglo XIX se da mayor importancia a los sentimientos dentro del matrimonio, pasando a ser el amor la razón más valorada para motivar esta unión. (Recordemos que no estaba bien visto casarse por amor, “El amor es un mal motivo para casarse”. Clemente de Alejandría, Filosofo Cristiano). Y es importante tener en cuenta que es únicamente en el siglo XX cuando se incluye la expectativa de satisfacción sexual, primero para el hombre y posteriormente para la mujer.


El matrimonio es un contrato mercantil, al que se ha añadido la faceta amorosa y sexual.


El matrimonio es también un Sacramento, pero en sus inicios la Iglesia se oponía al matrimonio y a cualquier forma de vinculación que incluyese la sexualidad. En la dicotomía cuerpo/alma, el cuerpo es corrupto y el alma buena; El amor es propio del alma, el sexo es propio del cuerpo y “malo” por naturaleza. Se regulaba la sexualidad promoviendo el celibato como principal virtud. “constituía el modo de vida privilegiado tanto para mujeres como para varones, y a el se aspiraba individualmente y en comunidades, con abierto desdén respeto a la familia tradicional” (Boswell 1996), la pareja estable y la familia no eran en absoluto valoradas en el seno de la Iglesia, más bien al contrario. El matrimonio era un contrato ajeno a la Iglesia Católica pero esta transigió progresivamente bajo la presión de una clase social poderosa, que buscaba no sólo el reconocimiento legal de sus uniones y herederos sino también el visto bueno de la Iglesia. Varios Concilios dejan huella de las luchas internas dentro de la iglesia, el apoyo al matrimonio y su posterior instauración como sacramento, fue un camino cuajado de polémicas internas. (Matrimonio teología y vida , A, Millares). Aunque quizá no sea necesario recordarlo, hay que señalar que el matrimonio no siempre fue un sacramento, ni siquiera siempre fue aceptado por la Iglesia. Además es bueno romper otro mito que rodea la actual idea de matrimonio, durante bastante tiempo la Iglesia no aceptaba el matrimonio heterosexual por estar motivado por intereses patrimoniales, y sin embargo aprobaba y practicaba el matrimonio entre personas del mismo sexo (muy frecuente entre religiosos/as) que no tenía efecto patrimonial y estaba motivado por los afectos. El matrimonio no es exclusividad de las personas heterosexuales, ni como contrato ni como sacramento religioso (Luis Carbajal 2012).


El matrimonio regulaba la sexualidad en sentido reproductivo para garantizar herederos legítimos. Su origen no habla de fidelidad sexual o afectiva, sino de exclusividad de herederos. De hecho era habitual tener compañeros/as sexuales y afectivos, ajenos al matrimonio y engendrar hijos/as “ilegítimos” (concepto que tiene relación directa con su falta de derecho a la herencia). Cuando la Iglesia admite el matrimonio anima al celibato y admite únicamente el sexo con fines reproductivos, el sexo es sólo una concesión necesaria par poder tener hijos (condición necesaria para el contrato matrimonial, ya que su sentido era unir familias y sus intereses a través de herederos comunes), el sexo sin placer a través de aquellas “sábanas” con un hueco a la altura de los genitales que permitían la penetración vaginal para conseguir embarazos. A día de hoy se sigue usando con normalidad el termino “consumar” el matrimonio, para hablar de las relaciones sexuales de penetración vaginal (cumplir las condiciones reproductivas y la intención de reproducirse).


El enorme peso de la exclusividad y fidelidad sexual en nuestra cultura tienen su origen en un contrato que regulaba las herencias. Además crea un referente sexual reproductivo, (el placer estaba penalizado) y un sistema de valores donde procrear da un mayor estatus a un pareja, es su finalidad.


Es importante recordar que durante siglos ha sido habitual el matrimonio “obligado” o “por intereses”, incluso en personas menores de edad sin capacidad ni derecho para decidir por si mismos. En esta unión de clanes, además de la libre elección y la mayoría de edad, tampoco se cumplía la condición de relación igualitaria. Tradicionalmente la mujer es una heredera de menor valor, que debía aportar una dote (pago económico) para ser aceptada ( aún conservamos algunas costumbres de este tipo como el “ajuar”) y que no dispone de los mismos derechos que el varón. La voluntariedad y libre elección, la motivación amorosa, la adultez de los contrayentes y la igualdad de derechos son elementos tremendamente recientes en la historia del matrimonio.


El matrimonio implica la unión de por vida, pues se unen don familias, no dos personas. La ruptura suponía graves consecuencias, en ocasiones ni siquiera era posible ejecutar esa redistribución de poder y patrimonio. Por ello es necesario una fuerte censura a la ruptura. Esta penalización no responde a razones afectivas ni modelos de vinculación, sino a sus consecuencias patrimoniales, sostenidas con el coste personal de los contrayentes. Sin embargo encontramos aquí el origen de nuestra valoración de la “pareja estable” o “de larga duración” como modelo ideal de vinculación y la sensación de “fracaso y culpa” cuando una relación de pareja termina.


El matrimonio es nuestro principal referente en la construcción social e íntima de pareja y familia. Pero lleva implícita la perpetuación de una serie de valores y normas originadas en intereses patrimoniales, (y más tarde re-formuladas desde la moral religiosa) que poco o nada tienen que ver con la naturaleza de una unión afectiva.


Incluso en el matrimonio civil actual, los valores implícitos permanecen intactos. El artículo 68 señala que los cónyuges están obligados a vivir juntos, guardarse fidelidad y socorrerse mutuamente. Deberán, además, compartir las responsabilidades domésticas y el cuidado y atención de ascendientes y descendientes y otras personas dependientes a su cargo. La fidelidad sexual, la convivencia, la unión de familias, ser una “unidad” económico-social y la regulación de la crianza. Siguen siendo aspectos obligatorios.


No existe un formato social ni legalmente reconocido que permita una unión entre dos personas sin aceptar esta condiciones impuestas. Tampoco existe un referente afectivo que nos ayude a construir nuestras relaciones sin quedar atrapados en el modelo de pareja “matrimonial”.


Es importante reconocer que la pareja-matrimonial es un modelo de vinculación perfectamente válido, pero limitado. Sin embargo esta institución monopoliza las formas de establecer pareja y familia desde un modelo único y normativo.


¿Podemos hablar de matrimonios, en plural, asumiendo una diversidad en su naturaleza? No. El matrimonio como institución legal y/o religiosa esta claramente regulado y definido.


Mi intención no es ofender ni descalificar las opciones de nadie, solo señalar que es normal sentir la limitación de este referente y que somos responsables de construir lo que falta: buscar el modelo de pareja/familia que cada uno/a necesita para regular sus afectos, sus vínculos y su sexualidad. La alternativa no es “la nada”, es necesario estructurar y construir nuestras relaciones. No tiene sentido caer en un “todo vale”, porque no es real y no funciona. Es preciso ser valientes y creativos buscar lo que necesitamos, explorar y construir.


«No hay modelos ideales para ser feliz en la pareja, solo hay libertad para inventar uno propio». (Joan Garriga 2013).



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